domingo, 9 de enero de 2011

Maysa Matarazzo y la bossa nova

Aunque la Matarazzo fue algo más que el bossa. De hecho, la cantante brasileña (Sao Paulo, 1936-1977) podría postularse perfectamente como gestora inicial del género tanto como el que más: Río de Janeiro, año 1958, al tiempo que Joao Gilberto debuta con su “Chega de saudade”, la Matarazzo publica “Ouça”, arrebatada torch song ribeteada del bossa ambiental que se respira y que la lanza sobre una vertiginosa carrera que por si sola, músicas aparte, podría explicar el libro de estilo modelo diva atormentada de los años 50. Desde su matrimonio a los 18 años con el millonario Matarazzo que le doblaba la edad y del que tomaría el apellido, hasta su muerte en accidente de coche conducido por ella misma a los 40 años de edad, su vida jamás se libraría del escándalo personal.
A bordo a menudo de una espiral de alcohol, anfetas y anorexígenos, sin darse apenas cuenta, Maysa, de pronto, se encontró convertida en algo así como un “sex symbol” latino. De peligrosa mirada ojos verdes y formas ligeramente neumáticas, siempre con problemas de sobrepeso pero dotada de una atractiva fragilidad, su concepción personal de la bossa y del samba fue macerando hasta dar con una explosiva mezcla de canción/bossa que igual bebía de las voces negras del jazz, que de las grandes voces europeas y sudamericanas de la canción o del bolero. Bajo su influjo, una rara intensidad pareció cubrir esa supuesta e irresistible levedad del bossa. Ése sería el cóctel Maysa, y aún más cuando llegando a cantar en inglés, español, francés o italiano (según el amorío de turno) se involucraba con músicas locales del país al que llegaba. En una de éstas, a mitad de los 60, apareció por Madrid con novio español.
En España era una perfecta desconocida, quizás aún lo sea, porque hasta entonces únicamente había aparecido por aquí un extended-play bajo sello Philips de su etapa más jazzy grabada en los Estados Unidos (1960). El disco, eufóricamente titulado La voz más expresiva del mundo, venía presidido por dos inmaculadas versiones del “You better go now” de Billie Holiday y del “Ne me quitte pas” de Jacques Brel, que a la postre iba a ser su más recordado trabajo fuera del Brasil, y que Almodóvar incluiría en la banda sonora de La ley del deseo (1986), de cualquier forma una perfecta desconocida en aquellos días. Enseguida contactó con la escena jazz local y Juan Carlos Calderón con el que proyectaría trabajos que apenas se concretaron en un exquisito single RCA del año 68, con una canción inédita de Luís Eduardo Aute, “Pálida Ausencia”, y una pimpante toma del “Reza” de Edu Lobo igualmente memorable. Aún apuraría la estancia hispana participando en la banda sonora de la oscura coproducción hispano-italiana Go-Go (Giuliano Montaldo, 68) rodada en Barcelona con Janet Leigh y Klaus Kinski y en la que daba lustre a tres cortes de Ennio Morricone.
Acto seguido apareció por aquí el disco que nos ocupa, extrañamente disperso en su mal conocida discografía internacional, y del que siempre hubo dudas acerca de si llegó o no a grabarlo en este país. Me inclino que no por la pureza de sus arreglos y del elegíaco tono brasileiro de producción, de cualquier forma, venga de donde venga, un tiro directo a los sentimientos que por entonces brindaba la intérprete en sus años de máxima creatividad. El desfile se abría con “Barquinho”, nueva toma mecida en clave swing de aquella su clásica bossa editada en el 58 (¿no creó ella el género, pues?), para continuar enseñándonos que se debe intentar mejorar incluso aquello que no se puede mejorar: Baden Powell (“O canto de Hosanna”), Castro-Neves (“Morrer de amor”), Edu Lobo (“As mesmas historias”), Vinicius de Moraes (“Berimbau”) … Y terminar obligadamente con una nueva sesión de brutal psicodrama personal sobre el eterno “Ne me quitte pas”, que justificaba el porqué muchos brasileños dieron en llamar a sus interpretaciones, en vez de bossa, canciones de fossa.
Vicente Fabuel / efeeme.com

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